En las
obras teatrales del Siglo de Oro español existía un recurso dramático que
consistía en el cambio de indumentaria de las mujeres para hacerse pasar por
hombres, una concesión de la dramaturgia que era aceptada por el público sin
problemas de identidad sexual. El hábito hacía al monje y el disfraz al
personaje.
En Tomboy, segundo largometraje
de la joven directora francesa Céline Sciamma, no es el ropaje el que provoca
la confusión de los géneros que ejerce como motor de la trama, sino el corte de
pelo y esa indefinición andrógina que tienen los preadolescentes. Una niña
comienza a hacerse pasar por niño como un juego, y tan inocente propuesta acaba
yéndosele de las manos sin que nos demos cuenta. Como en las obras de Calderón
o Lope, Sciamma nunca engaña al espectador, sino que le invita a jugar con el
personaje: desde el principio, cuando vemos a la protagonista desnuda en la
bañera, sabemos que, por mucho que se corte el pelo como un chico, es una niña.
El punto de partida que propone la
realizadora francesa se desarrolla durante algo más de hora y cuarto de
película con la mentira como bandera. Una mentira involuntaria, como subraya el
filme, que pone en escena, de manera sutil, temas como los problemas de
integración social de los preadolescentes ante un cambio de entorno, los roles
que la propia sociedad asigna irremediablemente a hombres y mujeres o el
descubrimiento de la sexualidad, con toda la confusión que lleva consigo a esas
edades.
Tomboy incide una y otra vez
sobre esas cuestiones en una cinta que peca de excesiva reiteración en sus
propuestas. De hecho, da la impresión de que Tomboy podría haber sido un
cortometraje de los que ganan premios en festivales internacionales, dada la
simplicidad de sus argumentos y su exquisito planteamiento, muy cercano al cine
intimista y descriptivo, sin apenas movimientos de cámara y un excelente empleo
del fuera de campo para sugerir lo que la imagen no muestra. Este es el gran
inconveniente de una cinta honesta, que nunca engaña al espectador, pero
demasiado esquemática en la que al que la ve sólo le queda la emoción de saber
cuándo se descubrirá el engaño, cuándo acabará ese juego inocente que, con el
tiempo y el entorno en el que se desarrolla, acabará convirtiéndose en
peligroso.
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