viernes, 24 de mayo de 2013

Un festín cultural



En 2010, Michael Winterbottom reunió de nuevo a los actores Steve Coogan y Rob Brydon, con los que ya había trabajado cinco años antes en Tristram Shandy: A Cock and Bull Story, para realizar una mini serie de seis episodios para el segundo canal de la BBC sobre un supuesto viaje gastronómico por el norte de Inglaterra de ambos cómicos. La serie, una suerte de mockumentary en la que los dos protagonistas se autoparodiaban, se tituló The Trip y, de ella, surgió, a modo de compilación, una película de algo menos de dos horas de duración que resumía las tres horas del montaje televisivo. Este es el origen de The Trip, filme que nos llega con tres años de retraso a España y que demuestra, una vez más, la versatilidad de Winterbottom, un director capaz de afrontar cualquier género cinematográfico, desde el musical hasta el western pasando por la comedia, el drama social o el thriller político, con la misma mirada y similar eficacia. 

         The Trip reconstruye el viaje gastronómico de Coogan y Brydon, de seis días de duración, a partir de la personalidad de sus dos protagonistas, dos tipos muy conocidos en el Reino Unido que despliegan todas sus virtudes interpretativas para construir dos personajes fascinantes, dos tipos enzarzados en continuas peleas dialécticas, salpicadas de citas a Coleridge o Woodsworth pero también de canciones de ABBA o diálogos de filmes de James Bond, y en un interminable concurso de imitaciones de famosos, desde Anthony Hopkins a Roger Moore.
         Lleno de chistes referenciales a la cultura popular anglosajona, The Trip adopta un esquema tan arriesgado como interesante en el cine contemporáneo. Sobre la base de los diálogos entre dos personajes famosos, se construye un filme que recuerda, en su estructura, a la magnífica y sorprendente Mi cena con André, en la que Louis Malle reunía en una mesa al actor Wallace Shaw y al director teatral André Gregory para hablar de la vida y el arte. Pero Winterbottom va más allá de las simples conversaciones entre dos personajes que desgranan su filosofía de vida, al someter a sus actores a una sesión de desmitificación que alcanza a sus vidas personales o a sus relaciones con la profesión que ejercen.
         The Trip contiene momentos memorables, como las absurdas batallas por repetir el tono de voz de Michael Caine en Un trabajo en Italia y por alcanzar tres octavas en la escala musical o los sueños de Coogan en Hollywood -con el impagable cameo de Ben Stiller también haciendo de sí mismo-, se expande en un desternillante juego intelectual entre los dos protagonistas y hasta tiene arrestos para poner en entredicho la nouvelle cuisine británica, en un delicioso menú, en el que las vieras son un elemento reiterativo hasta la saciedad, que tiene más de lección de cine que de comida.
         El único pero que se le puede poner a Winterbottom es el carácter local de la película, que impide conocer en su totalidad la batería de chistes que contiene para un público no anglosajón. Pese a ello, estamos ante una cinta original y brillante, un sano ejercicio de humor culto que es imprescindible ver en versión original para disfrutar en su totalidad.


The Trip (Michael Winterbottom, 2010)

viernes, 17 de mayo de 2013

La educación de los pájaros



Si en las cosas pequeñas reside muchas veces la belleza, Kauwboy, opera prima del director holandés Boudewijn Koole, es un buen ejemplo. Película sencilla, exenta del prescindible artificio que envuelven obras de mucho mayor presupuesto e infinitas pretensiones, Kauwboy retrata la vida de un niño de 10 años que crece en absoluta soledad, rodeado del idílico paisaje de la campiña holandesa y con el waterpolo y una vecina como únicas vías de escape. En ese panorama solitario aparece un visitante inesperado en forma de grajo, un pájaro que se convertirá en paradigma de la educación que el niño precisaba para sí mismo.

         Con un ritmo pausado, plagado de silencios, miradas y gestos casi imperceptibles, la deliciosa historia que nos cuenta Koole, coautor del guión, se articula por medio de dos planos contrastados entre sí: el de los cuidados del niño al grajo y el de la falta de la atención que precisa el propio preadolescente. Koole elige bien cómo contarnos esa dicotomía, tanto por la selección de los emplazamientos de cámara, siempre a la altura de los ojos del niño, como por el punto de vista que adopta, el del protagonista del filme.
         Pero más allá de estos méritos, Kauwboy sorprende porque, pese a la crudeza del tema que plantea, rebosa ternura. La frialdad de una puesta en escena simple la pone Koole al servicio de la historia, como si quisiera transformar el dolor, también presente en la cinta, en un sentimiento de ingenuidad y resignación, como si transportara al espectador a un mundo en el que las cosas son como son y es imposible cambiarlas. Las referencias a la reciente El niño de la bicicleta, de los hermanos Dardenne, son claras, aunque en este caso el director neerlandés aporte una mirada mucho más tierna a su personaje de la que nos ofrecían los realizadores belgas. Más bien hace que el espectador se imbuya de la atmósfera limpia que exhala la película sin permitirle darse cuenta de que lo que realmente está contando es una historia de aprendizaje incompleto, de ausencia de referentes paternos.
         Un desenlace algo forzado no empaña el resultado final de esta pequeña joya, narrada con sorprendente sencillez, que emociona por momentos y que deja en la boca un regusto de cine arriesgado y valiente. Muy necesario en el panorama cinematográfico en el que nos encontramos.

Kauwboy (Boudewijn Koole, 2012)

domingo, 12 de mayo de 2013

Juego de trileros



La profusión de falsos documentales en los últimos años ha colocado al género en una curiosa encrucijada: el espectador, alertado por la capacidad de los cineastas para engañarlo, cada vez mira más los detalles y la letra pequeña de los documentales, pequeñas pistas para averiguar la veracidad de lo contado. En el fondo, no es sino la resurrección del viejo debate sobre el realismo del documental, un género mucho más proclive a la manipulación, precisamente porque juega con elementos reales, que cualquier otro.

         El impostor, debut en la gran pantalla de Bart Layton, un cineasta especializado en documentales para televisión, juega con esa invisible frontera entre lo real y lo inventado para contarnos la historia de la suplantación de un niño de 16 años por un avispado estafador de 23 y las consecuencias que dicho acto, aceptado de forma increíble por todos, tiene sobre los protagonistas de la historia. Analizada fríamente, la historia que nos explica el filme está más cerca de la inverosimilitud que de los hechos reales. Quedan muchas dudas que hagan consecuente un relato lleno de increíbles giros y de extraordinarios golpes de efecto.
         Pero poco importa si lo que se cuenta es real o no, si la historia que atrapa al espectador durante algo más de su hora y media de metraje deja cabos sueltos, porque lo verdaderamente interesante de El impostor es su ritmo narrativo. Partiendo de los esquemas del cine documental, Layton construye un "thriller" apasionante, en el que mezcla la recreación cinematográfica de los hechos, exagerada o no -nunca lo llegamos a averiguar-, con los testimonios reales de sus protagonistas. Que esa recreación fílmica sea más o menos fiel a lo que realmente ocurrió es algo superfluo, porque la película transcurre por otros derroteros: los que proporciona un juego de engaños de los que la propia estructura de la cinta es partícipe. En ese juego de engaños, Layton hace que el espectador conozca el engaño antes de la media hora de película y da la voz al ejecutor de la trampa, como si quisiera poner las cartas sobre la mesa para después, a la manera de un trilero, escondérnoslas.
         Como ya ocurría con Searching for Sugar Man, con la que comparte productor, El impostor nos sumerge en un carrusel de sorpresas que van deshilachando la trama, en una vorágine de acontecimientos inesperados que no hacen sino subrayar una estructura narrativa milimétricamente calculada para desconcertar al espectador. Como en aquella, la cinta de Layton deja muchas preguntas por contestar, pero reafirma los nuevos caminos de un género en constante renovación y que encuentra, día a día, historias más fascinantes para trasladar al público.

El impostor (Bart Layton, 2012)
 

jueves, 2 de mayo de 2013

La confusión de los géneros



En las obras teatrales del Siglo de Oro español existía un recurso dramático que consistía en el cambio de indumentaria de las mujeres para hacerse pasar por hombres, una concesión de la dramaturgia que era aceptada por el público sin problemas de identidad sexual. El hábito hacía al monje y el disfraz al personaje.


    En Tomboy, segundo largometraje de la joven directora francesa Céline Sciamma, no es el ropaje el que provoca la confusión de los géneros que ejerce como motor de la trama, sino el corte de pelo y esa indefinición andrógina que tienen los preadolescentes. Una niña comienza a hacerse pasar por niño como un juego, y tan inocente propuesta acaba yéndosele de las manos sin que nos demos cuenta. Como en las obras de Calderón o Lope, Sciamma nunca engaña al espectador, sino que le invita a jugar con el personaje: desde el principio, cuando vemos a la protagonista desnuda en la bañera, sabemos que, por mucho que se corte el pelo como un chico, es una niña.
         El punto de partida que propone la realizadora francesa se desarrolla durante algo más de hora y cuarto de película con la mentira como bandera. Una mentira involuntaria, como subraya el filme, que pone en escena, de manera sutil, temas como los problemas de integración social de los preadolescentes ante un cambio de entorno, los roles que la propia sociedad asigna irremediablemente a hombres y mujeres o el descubrimiento de la sexualidad, con toda la confusión que lleva consigo a esas edades.
         Tomboy incide una y otra vez sobre esas cuestiones en una cinta que peca de excesiva reiteración en sus propuestas. De hecho, da la impresión de que Tomboy podría haber sido un cortometraje de los que ganan premios en festivales internacionales, dada la simplicidad de sus argumentos y su exquisito planteamiento, muy cercano al cine intimista y descriptivo, sin apenas movimientos de cámara y un excelente empleo del fuera de campo para sugerir lo que la imagen no muestra. Este es el gran inconveniente de una cinta honesta, que nunca engaña al espectador, pero demasiado esquemática en la que al que la ve sólo le queda la emoción de saber cuándo se descubrirá el engaño, cuándo acabará ese juego inocente que, con el tiempo y el entorno en el que se desarrolla, acabará convirtiéndose en peligroso.

Tomboy (Céline Sciamma, 2011)