viernes, 24 de mayo de 2013

Un festín cultural



En 2010, Michael Winterbottom reunió de nuevo a los actores Steve Coogan y Rob Brydon, con los que ya había trabajado cinco años antes en Tristram Shandy: A Cock and Bull Story, para realizar una mini serie de seis episodios para el segundo canal de la BBC sobre un supuesto viaje gastronómico por el norte de Inglaterra de ambos cómicos. La serie, una suerte de mockumentary en la que los dos protagonistas se autoparodiaban, se tituló The Trip y, de ella, surgió, a modo de compilación, una película de algo menos de dos horas de duración que resumía las tres horas del montaje televisivo. Este es el origen de The Trip, filme que nos llega con tres años de retraso a España y que demuestra, una vez más, la versatilidad de Winterbottom, un director capaz de afrontar cualquier género cinematográfico, desde el musical hasta el western pasando por la comedia, el drama social o el thriller político, con la misma mirada y similar eficacia. 

         The Trip reconstruye el viaje gastronómico de Coogan y Brydon, de seis días de duración, a partir de la personalidad de sus dos protagonistas, dos tipos muy conocidos en el Reino Unido que despliegan todas sus virtudes interpretativas para construir dos personajes fascinantes, dos tipos enzarzados en continuas peleas dialécticas, salpicadas de citas a Coleridge o Woodsworth pero también de canciones de ABBA o diálogos de filmes de James Bond, y en un interminable concurso de imitaciones de famosos, desde Anthony Hopkins a Roger Moore.
         Lleno de chistes referenciales a la cultura popular anglosajona, The Trip adopta un esquema tan arriesgado como interesante en el cine contemporáneo. Sobre la base de los diálogos entre dos personajes famosos, se construye un filme que recuerda, en su estructura, a la magnífica y sorprendente Mi cena con André, en la que Louis Malle reunía en una mesa al actor Wallace Shaw y al director teatral André Gregory para hablar de la vida y el arte. Pero Winterbottom va más allá de las simples conversaciones entre dos personajes que desgranan su filosofía de vida, al someter a sus actores a una sesión de desmitificación que alcanza a sus vidas personales o a sus relaciones con la profesión que ejercen.
         The Trip contiene momentos memorables, como las absurdas batallas por repetir el tono de voz de Michael Caine en Un trabajo en Italia y por alcanzar tres octavas en la escala musical o los sueños de Coogan en Hollywood -con el impagable cameo de Ben Stiller también haciendo de sí mismo-, se expande en un desternillante juego intelectual entre los dos protagonistas y hasta tiene arrestos para poner en entredicho la nouvelle cuisine británica, en un delicioso menú, en el que las vieras son un elemento reiterativo hasta la saciedad, que tiene más de lección de cine que de comida.
         El único pero que se le puede poner a Winterbottom es el carácter local de la película, que impide conocer en su totalidad la batería de chistes que contiene para un público no anglosajón. Pese a ello, estamos ante una cinta original y brillante, un sano ejercicio de humor culto que es imprescindible ver en versión original para disfrutar en su totalidad.


The Trip (Michael Winterbottom, 2010)

viernes, 17 de mayo de 2013

La educación de los pájaros



Si en las cosas pequeñas reside muchas veces la belleza, Kauwboy, opera prima del director holandés Boudewijn Koole, es un buen ejemplo. Película sencilla, exenta del prescindible artificio que envuelven obras de mucho mayor presupuesto e infinitas pretensiones, Kauwboy retrata la vida de un niño de 10 años que crece en absoluta soledad, rodeado del idílico paisaje de la campiña holandesa y con el waterpolo y una vecina como únicas vías de escape. En ese panorama solitario aparece un visitante inesperado en forma de grajo, un pájaro que se convertirá en paradigma de la educación que el niño precisaba para sí mismo.

         Con un ritmo pausado, plagado de silencios, miradas y gestos casi imperceptibles, la deliciosa historia que nos cuenta Koole, coautor del guión, se articula por medio de dos planos contrastados entre sí: el de los cuidados del niño al grajo y el de la falta de la atención que precisa el propio preadolescente. Koole elige bien cómo contarnos esa dicotomía, tanto por la selección de los emplazamientos de cámara, siempre a la altura de los ojos del niño, como por el punto de vista que adopta, el del protagonista del filme.
         Pero más allá de estos méritos, Kauwboy sorprende porque, pese a la crudeza del tema que plantea, rebosa ternura. La frialdad de una puesta en escena simple la pone Koole al servicio de la historia, como si quisiera transformar el dolor, también presente en la cinta, en un sentimiento de ingenuidad y resignación, como si transportara al espectador a un mundo en el que las cosas son como son y es imposible cambiarlas. Las referencias a la reciente El niño de la bicicleta, de los hermanos Dardenne, son claras, aunque en este caso el director neerlandés aporte una mirada mucho más tierna a su personaje de la que nos ofrecían los realizadores belgas. Más bien hace que el espectador se imbuya de la atmósfera limpia que exhala la película sin permitirle darse cuenta de que lo que realmente está contando es una historia de aprendizaje incompleto, de ausencia de referentes paternos.
         Un desenlace algo forzado no empaña el resultado final de esta pequeña joya, narrada con sorprendente sencillez, que emociona por momentos y que deja en la boca un regusto de cine arriesgado y valiente. Muy necesario en el panorama cinematográfico en el que nos encontramos.

Kauwboy (Boudewijn Koole, 2012)

domingo, 12 de mayo de 2013

Juego de trileros



La profusión de falsos documentales en los últimos años ha colocado al género en una curiosa encrucijada: el espectador, alertado por la capacidad de los cineastas para engañarlo, cada vez mira más los detalles y la letra pequeña de los documentales, pequeñas pistas para averiguar la veracidad de lo contado. En el fondo, no es sino la resurrección del viejo debate sobre el realismo del documental, un género mucho más proclive a la manipulación, precisamente porque juega con elementos reales, que cualquier otro.

         El impostor, debut en la gran pantalla de Bart Layton, un cineasta especializado en documentales para televisión, juega con esa invisible frontera entre lo real y lo inventado para contarnos la historia de la suplantación de un niño de 16 años por un avispado estafador de 23 y las consecuencias que dicho acto, aceptado de forma increíble por todos, tiene sobre los protagonistas de la historia. Analizada fríamente, la historia que nos explica el filme está más cerca de la inverosimilitud que de los hechos reales. Quedan muchas dudas que hagan consecuente un relato lleno de increíbles giros y de extraordinarios golpes de efecto.
         Pero poco importa si lo que se cuenta es real o no, si la historia que atrapa al espectador durante algo más de su hora y media de metraje deja cabos sueltos, porque lo verdaderamente interesante de El impostor es su ritmo narrativo. Partiendo de los esquemas del cine documental, Layton construye un "thriller" apasionante, en el que mezcla la recreación cinematográfica de los hechos, exagerada o no -nunca lo llegamos a averiguar-, con los testimonios reales de sus protagonistas. Que esa recreación fílmica sea más o menos fiel a lo que realmente ocurrió es algo superfluo, porque la película transcurre por otros derroteros: los que proporciona un juego de engaños de los que la propia estructura de la cinta es partícipe. En ese juego de engaños, Layton hace que el espectador conozca el engaño antes de la media hora de película y da la voz al ejecutor de la trampa, como si quisiera poner las cartas sobre la mesa para después, a la manera de un trilero, escondérnoslas.
         Como ya ocurría con Searching for Sugar Man, con la que comparte productor, El impostor nos sumerge en un carrusel de sorpresas que van deshilachando la trama, en una vorágine de acontecimientos inesperados que no hacen sino subrayar una estructura narrativa milimétricamente calculada para desconcertar al espectador. Como en aquella, la cinta de Layton deja muchas preguntas por contestar, pero reafirma los nuevos caminos de un género en constante renovación y que encuentra, día a día, historias más fascinantes para trasladar al público.

El impostor (Bart Layton, 2012)
 

jueves, 2 de mayo de 2013

La confusión de los géneros



En las obras teatrales del Siglo de Oro español existía un recurso dramático que consistía en el cambio de indumentaria de las mujeres para hacerse pasar por hombres, una concesión de la dramaturgia que era aceptada por el público sin problemas de identidad sexual. El hábito hacía al monje y el disfraz al personaje.


    En Tomboy, segundo largometraje de la joven directora francesa Céline Sciamma, no es el ropaje el que provoca la confusión de los géneros que ejerce como motor de la trama, sino el corte de pelo y esa indefinición andrógina que tienen los preadolescentes. Una niña comienza a hacerse pasar por niño como un juego, y tan inocente propuesta acaba yéndosele de las manos sin que nos demos cuenta. Como en las obras de Calderón o Lope, Sciamma nunca engaña al espectador, sino que le invita a jugar con el personaje: desde el principio, cuando vemos a la protagonista desnuda en la bañera, sabemos que, por mucho que se corte el pelo como un chico, es una niña.
         El punto de partida que propone la realizadora francesa se desarrolla durante algo más de hora y cuarto de película con la mentira como bandera. Una mentira involuntaria, como subraya el filme, que pone en escena, de manera sutil, temas como los problemas de integración social de los preadolescentes ante un cambio de entorno, los roles que la propia sociedad asigna irremediablemente a hombres y mujeres o el descubrimiento de la sexualidad, con toda la confusión que lleva consigo a esas edades.
         Tomboy incide una y otra vez sobre esas cuestiones en una cinta que peca de excesiva reiteración en sus propuestas. De hecho, da la impresión de que Tomboy podría haber sido un cortometraje de los que ganan premios en festivales internacionales, dada la simplicidad de sus argumentos y su exquisito planteamiento, muy cercano al cine intimista y descriptivo, sin apenas movimientos de cámara y un excelente empleo del fuera de campo para sugerir lo que la imagen no muestra. Este es el gran inconveniente de una cinta honesta, que nunca engaña al espectador, pero demasiado esquemática en la que al que la ve sólo le queda la emoción de saber cuándo se descubrirá el engaño, cuándo acabará ese juego inocente que, con el tiempo y el entorno en el que se desarrolla, acabará convirtiéndose en peligroso.

Tomboy (Céline Sciamma, 2011) 

viernes, 26 de abril de 2013

Y la vida continúa



Pocas veces una canción puede resumir tan bien la esencia de un filme como Anima fragile, el tema de Vasco de Rossi que forma parte de la banda sonora de La nostra vita y que suena en dos secuencias de la película. La voz desgarradora de Rossi canta "Y la vida continúa, incluso sin nosotros", solapada por la del personaje interpretado por Elio Germano, como magnífico epítome de una cinta que habla de la supervivencia en tiempos difíciles. 


         Estrenada en salas en España con tres años de retraso, La nostra vita traza un singular retrato de la crisis en la Italia de los chanchullos, los arreglos y el sálvese quien pueda, a través de la aventura de un capataz de obra que, por puro espíritu de supervivencia, ha de alinearse en el bando de los poderosos para salir adelante. Un paisaje reconocible en esta Europa fragmentada por la devastación económica en la que los pobres cada vez son más pobres y los ricos, más ricos. Un escenario global que aquí se construye en los suburbios de Roma pero que podría localizarse en cualquier promoción de la costa española.
         Daniele Luchetti, interesante director crecido bajo el manto de Nani Moretti, nos propone en La nostra vita un puñado de cuestiones morales, en la mejor tradición del cine social europeo, a partir de las experiencias personales del protagonista de la historia. Temas como la inmigración, la amistad, la familia, la solidaridad o las relaciones laborales se afrontan aquí bajo un prisma que obliga al espectador a activar su conciencia y plantearse si debe tomar partido, en ocasiones, por el engaño o la trampa como fórmula de salvación. Pero el mérito de Luchetti estriba en que no ejerce de guía para llevarlo de la mano hacia ese dilema, sino que plantea su discurso desde el azar más verosímil. Si la vida es azar, parece decir el realizador italiano, se vuelve más complicado domeñarla en un entorno hostil.
         Un gran Elio Germano (premio en Cannes 2010 por su interpretación en esta película) lleva las riendas de una historia dura cuando aborda las cuestiones sociales pero que se reblandece al llegar a las relaciones familiares, como si Luchetti necesitara subrayar el refugio familiar de su protagonista para dejar más abierta la puerta a la interpretación de sus actos por parte del espectador. No hacía falta tanta intensidad en esta vertiente de la película, aunque produzca algunas de las mejores escenas de la cinta, en un relato que nos es tan cercano como la letra cantada por Vasco Rossi con su voz carajillera. 

La nostra vita (Daniele Luchetti, 2010)

El dolor ajeno



A lo largo de más de 20 años y una decena de filmes, a Isabel Coixet le ha bastado con dos personajes para explicar su visión del mundo, su punto de vista sobre la vida. Dos personajes que afrontan temas como la muerte (Mi vida sin mí), el amor (Cosas que nunca te dije), la enfermedad (La vida secreta de las palabras), el sexo (Mapa de los sonidos de Tokio) o la justicia (Escuchando al juez Garzón). Su cine es, podríamos decirlo así, binario, con dos elementos principales que centran la acción y representan siempre dos modelos condenados a entenderse.

         Ayer no termina nunca radicaliza esa propuesta binaria de la realizadora catalana al ofrecernos, a lo largo de algo más de hora y media, una radiografía del dolor ajeno, de esa realidad intangible y personal de la que "la gente huye como de la peste", como subraya el personaje de Candela Peña en una escena del filme. Una pareja con una vida en común, con un proyecto vital compartido durante años en un pasado indefinido, se reencuentra en un paisaje desolador, en una España apocalíptica azotada, más si cabe, por la crisis que ya sentimos en nuestras carnes, en un futuro imperfecto fechado en 2017. Y de ese encuentro surgen todos los fantasmas, las cosas que nunca se dijeron y la desesperanza. Real como la vida misma, la nueva película de Coixet es, en suma, una profunda reflexión a dos voces sobre el duelo, sobre la pérdida de la felicidad y la dificultad de rehacerse cuando la vida golpea con fuerza.
         Desgraciadamente, el combate desnudo entre los dos protagonistas que nos brinda Ayer no termina nunca, oficiado por dos actores en estado de gracia, está innecesariamente salpicado de flashes en blanco y negro sin excesiva justificación argumental, de algunos diálogos que recuerdan la filosofía de los anuncios de compresas y de una puesta en escena tan sobria que acaba cansando al espectador. Y no hacían falta tantos artificios para contar una historia que se sustenta sola con la fuerza interpretativa de sus dos protagonistas y la solidez del tema que plantea.

Ayer no termina nunca (Isabel Coixet, 2013)

martes, 23 de abril de 2013

Más allá del desprecio



Poco conocido en nuestro país, con la excepción de los círculos cinéfilos, el cine de Philippe Garrel ha transitado desde su debut, a finales de los años sesenta del siglo pasado, entre la experimentación y la poesía, pero sin perder la dimensión social que caracterizó los postulados de la nouvelle vague ni un modelo de narración reflexivo, muy propio de la literatura realista de finales del siglo XIX, que hicieron suyo algunos directores franceses de la nouvelle vague y sus sucesores, entre los que se encuentra el propio Garrel.

         Un été brûlant, filme que llega a nuestras pantallas con más de un año de retraso respecto a sus estreno comercial en Francia, parte de un suicidio para, de forma retrospectiva, reconstruir los últimos meses de la vida de un pintor casado con una bella actriz. Dicha reconstrucción la vemos desde el punto de vista de su mejor amigo, un personaje con apuntes autobiográficos del propio Garrel, quien, a través de su mirada, nos enseña las contradicciones internas del protagonista, un tipo complejo y, en ocasiones, anacrónico, que alude de forma reiterada a comportamientos burgueses o al valor de la Resistencia como mito de una sociedad idílica. Sin embargo, el relato no es consecuente con la elección del punto de vista narrativo, ya que el protagonista crea su propia ficción para explicar la historia de la manera que Garrel quiere que la veamos.
         Heredera de El desprecio, la película en la que Godard meditaba sobre la condición artística a través del juego realidad-ficción de un rodaje cinematográfico a la vez que analizaba las relaciones de pareja, Un éte brûlant tiene el mérito de convertir en trascendentes los pequeños detalles de la vida, como se subraya en la magnífica conversación final entre el artista y su padre (un Maurice Garrel, padre del director, que falleció muy poco después del rodaje del filme), de mostrar, de forma poco convencional, las dificultades para conservar el verdadero amor, de diseccionar de forma inteligente las relaciones amorosos y, sobre todo, de ser fiel a una forma de hacer cine condenada a caer en el ostracismo por su escasa comercialidad.
         Lástima que la simplicidad de la historia, su escasa verosimilitud y la ya comentada traición al punto de vista elegido para la narración la hagan menos brillante que otras películas de Garrel que, de forma esporádica, hemos podido ver por estos pagos.

Un été brûlant (Philippe Garrel, 2011)

viernes, 19 de abril de 2013

Fracking y buenas intenciones



Curiosa filmografía la de Gus Van Sant, que oscila entre el cine de autor y las superproducciones, pero que, en todo caso, siempre dirige filmes con una preocupación humanista por lo que sucede alrededor. Tierra prometida pertenece al segundo bloque de filmes, el de grandes presupuestos (aquí 15 millones de dólares), para contarnos una historia de tintes ecologistas a partir de los intentos de dos empleados de una multinacional de gas natural para instalar una planta extractora en un pequeño pueblo de la América profunda.

         El oportunismo de un tema de actualidad como el fracking (una técnica de extracción del gas y el petróleo con probados riesgos medioambientales), algunos apuntes cercanos a la denuncia ecologista y un sobrio trabajo de dirección podrían convertir Tierra prometida en una película, a priori, interesante. Pero la forma de narrar la trama, que parece escrita siguiendo al pie de la letra un manual de guionista primerizo, y un giro final inverosímil y ridículo empañan el resultado final de una cinta plagada de buenas intenciones aunque con escaso valor como instrumento para concienciar al espectador del problema que plantea. 

Tierra prometida (Gus van Sant, 2012)

Kerouac sin alma



55 años han transcurrido desde que Jack Kerouac publicara On the road, una de las grandes novelas de la literatura norteamericana, biblia de la generación beat y posiblemente el relato que mayor influencia ha ejercido sobre los cambios sociales de la segunda mitad del siglo XX. Pero, en más de medio siglo, nadie se ha atrevido a llevar a la pantalla una obra única, no sólo por su narrativa caótica y libertaria, sino por la capacidad de transmisión de sensaciones que tiene el texto de Kerouac.

         Nadie hasta que apareció Francis Ford Coppola y encargó la adaptación al brasileño Walter Salles después de ver Diarios de motocicleta, película que guarda cierta relación, como relato de viajes heterodoxo, con la obra del escritor americano. Salles hace bien su trabajo: On the road está bien realizada, bien montada y cuenta con un elenco interpretativo interesante (sobre todo sus personajes secundarios, por los que desfilan actores como Viggo Mortensen, Kirsten Dunst o Steve Buscemi). Pero le falta alma. Carece de todo aquello que emociona en el libro, de su sentido libre, de la sensación, tan juvenil, de que el mundo está a los pies de los protagonistas aderezado por una interminable vorágine de sexo, drogas y música de jazz.
         Aquellos que nunca leyeron el extraordinario relato de Kerouac no saldrán decepcionados de esta explosión controlada de juventud y ambiciones, pero a quienes, por esos maravillosos caprichos que tiene la vida, les cayó un día la novela y la devoraron para hacerla suya les sabrá a poco esta adaptación de Kerouac que demuestra, una vez más, la imposible adaptación de un libro que cuenta mucho más de lo que escribe su autor. Lo que Salles no ha sabido plasmar en la pantalla.

On the road (Walter Salles, 2012)

Algo huele a podrido en Dinamarca



Aunque, cinematográficamente hablando, creciera de la mano de Lars von Trier, con el que fundó Dogma 95, Thomas Vinterberg ha apostado en la última década por alejarse de los postulados del movimiento que inició para alinearse en un estilo mucho más frío y complejo. Para adentrarse en el territorio que tan bien explora Michael Haneke. Por fortuna para los valencianos, la obra del cineasta danés no nos es desconocida, gracias a los esfuerzos de Cinema Jove por haber rescatado filmes nunca estrenados en salas comerciales en territorio español.

         La caza es la culminación de ese esfuerzo por desligarse de sus dogmas para contar una historia tan difícil, como la de las acusaciones de pederastia a un hombre en apariencia normal, con la suficiente distancia como para obligar al espectador a dar siempre el primer paso. La caza no es una película cruel, pese a que muchas de sus imágenes lo sean, porque es honesta. Porque detrás de esas imágenes no hay concesión alguna a la interpretación. A Vinterberg no parece interesarle mucho el tema de la pederastia, principal motor de la película, y lo utiliza como un inteligente MacGuffin para retratar, con minuciosidad puntillista, el derrumbe moral y físico de un hombre acusado de algo que, aparentemente, no ha hecho.
         Al lado de esa caída al vacío, el director danés construye un mundo fascinante. Una comunidad prototipo de lo políticamente correcto que pasa los días visitando a los vecinos, un pueblo pequeño de la Dinamarca profunda cuya principal pasión es la caza, un microteatro de la Europa más civilizada, en donde, salvo excepciones, el rechazo social se produce de manera lenta, como una tortura china, sin estridencias ni apaleamientos públicos en la metafórica picota de la plaza del pueblo. Un modelo de vida que aparece aquí exquisitamente diseccionado en personajes como el de la directora del jardín de infancia o el padre de la niña acusadora. Parafraseando a Shakespeare, podría decirse que La caza pone en la pantalla la famosa frase de Marcelo en Hamlet: "Algo huele a podrido en Dinamarca", pero Vinterberg hace extensiva esa podredumbre a toda Europa, a la sociedad occidental en los tiempos actuales. Porque La caza también es un retrato exhaustivo de la sociedad del miedo en la que vivimos, ese orden mundial que nos acojona diariamente con anuncios apocalípticos que nos pronostican un futuro incierto, que nos hacen vivir en el alambre de la inseguridad, por mucho que nuestros presuntos valores estén firmemente arraigados.
         Y, en ese mundo modelo del estado del bienestar, los niños son elementos primordiales: la garantía de que esa supuesta felicidad continuará. Aquí es donde la mirada de Vinterberg hace más daño, porque recurre al viejo precepto de "los niños saben" del Henry James de Otra vuelta de tuerca. Los niños, en La caza, saben mucho y deciden más. Su presencia es tan inquietante como la de sus coetáneos de La noche del cazador o La cinta blanca porque callan, porque sus delaciones no son sino la mecha que enciende una bomba de relojería que acaba por explotar en manos de quien la manipula y su onda expansiva es capaz de alcanzar a cualquiera.
         Un sobresaliente Mads Mikkelsen, premio al mejor actor en el último festival de Cannes por esta película, se erige en absoluto protagonista de un filme tan sencillo en apariencia como complejo en sus múltiples interpretaciones, que no deja indiferente al espectador y que está llamado a ser una de las grandes cintas del año.

La caza (Thomas Vinterberg, 2012)

domingo, 14 de abril de 2013

Colegas de geriátrico



Existe una tendencia en el cine americano contemporáneo a rescatar a sus viejas leyendas para, desde la perspectiva de los años, caricaturizar algunos que los personajes que interpretaron en su época gloriosa. Tipos legales se enmarca dentro de esta tendencia con un esquema tan trillado como efectivo: el cine de colegas. En este caso, colegas de geriátrico. Porque el segundo largometraje como director del actor Fisher Stevens es un filme al servicio de sus tres personajes principales, tipos con más pasado que futuro que, en medio de una aventura alocada, a lo largo de una interminable noche, conducirán la trama hasta un final de lo más previsible.

         Para ello, Stevens cuenta con tres monstruos de la interpretación. Tres actores legendarios que componen personajes a modo de retazos de otros a los que encarnaron en su época de juventud. Christopher Walken, Al Pacino y Adam Arkin se elevan por encima de la propia trama de la cinta para ofrecernos un compendio paródico de los clichés que tantas veces interpretaron en la pantalla. Hay guiños explícitos a ese pasado glorioso, como el baile de Pacino en la discoteca, que nos remite al remake de Perfume de mujer, pero, sobre todo, hay una voluntad de reírse de sí mismo que da vida a una película irregular, un mero entretenimiento con tres grandes actores.
         Tipos legales transita entre la comedia y el thriller, pero quizás la edad de su protagonista haya hecho que el guión del debutante Noah Haidle se decante hacia los gags, de desigual fortuna, que salpican esta historia de lealtad personal y sentido del deber que, poco a poco, va perdiendo interés en su desarrollo y sólo sobrevive dignamente por el esplendoroso recital de su trío interpretativo.

Tipos legales (Fisher Stevens, 2012)

Malos tiempos para la lírica



Se podrá amar u odiar su cine, pero nadie puede discutir que hay directores que han conseguido dotar a sus obras de una marca personal, un sello inconfundible que hace que las podamos reconocer sólo con ver unos pocos fotogramas. Le sucede a Almodóvar, que no es santo de la devoción de los críticos de la Turia, pero que tiene un estilo tan reconocible y personal que hace que sus filmes, por muy vacíos que nos parezcan, sean atractivos, aunque sea visual o argumentalmente. Y le ocurre a Terrence Malick, un cineasta atípico que parece preparar sus películas con dedicación de orfebre: en 40 años de carrera como realizador, apenas ha hecho seis largometrajes.

         Un año después de El árbol de la vida, la cinta que devolvió al director de Illinois al estatus de autor por antonomasia del cine norteamericano, llega a nuestras pantallas To the wonder, película que arrastra polémica desde su paso por Venecia, donde fue abucheada. Quizás la cercanía en el tiempo de su obra anterior convirtió, para quienes la vieron en la cita veneciana, en reiteración lo que no es más que una depuración del estilo poético en el que siempre se ha movido Malick, su marca de autor en un panorama cinematográfico que apunta a lo épico para desdeñar la lírica.
         To the wonder es fiel a los planteamientos de Malick al milímetro. Si en El árbol de la vida construía una epopeya mística sobre la familia y el tiempo, aquí parte de un tema mucho más concreto, aunque no menos universal: el amor. La lenta degradación de una relación de pareja que nace en el idílico marco del Mont Saint Michel, el hermosísimo enclave de la Normandía francesa, es la excusa que utiliza el realizador americano para depurar su estilo. Para, con el contrapunto de una voz en off susurrante y polifónica, componer una sinfonía que cortos planos en movimiento -siempre en travelling de avance, siempre de escasa duración- que son más ilustrativos que explicativos, más poéticos y sugerentes que descriptivos. Un torrente cinematográfico de inusual belleza que atrapa al espectador más sensible y que deja frío a aquel que va al cine a esperar que le cuenten una historia de forma pasiva.
         Ese es uno de los problemas de Malick y en To the wonder se manifiesta en toda su crudeza. Su cine obliga a interpretar al espectador a través de la seducción que ejercen sus imágenes, su ritmo pausado y sus pistas. Un cine plagado de reflexiones filosóficas y teológicas que aquí son más explícitas gracias al personaje del atormentado sacerdote interpretado por Javier Bardem, innecesario para una historia que se sustenta por sí sola sin necesidad de apuntes morales tan evidentes. El sacerdote que encarna el actor español actúa como espectador involuntario de un triángulo amoroso -imperfecto, lleno de aristas imposibles- entre Ben Affleck, Olga Kurylenko y Rachel McAdams, un trío protagonista poco sólido, perdido en la avalancha de palabras y símbolos que arrastra el filme.
         Uno tiene la sensación, al ver To the wonder, que Malick aprovechó el derroche creativo de El árbol de la vida para salir del paso con un filme demasiado parecido a aquel. Una vuelta de tuerca más sobre el sentido de la vida, tamizado por las flechas caprichosas del amor y el deseo. Como si las ideas descartadas para realizar aquel monumento cinematográfico, las hubiera recogido para hacer esta nueva película, que conserva la pureza visual y la belleza de los elementos cinematográficos de la anterior, pero se agota en sus planteamientos a poco que el jugo de la historia se exprime totalmente. No obstante, Malick siempre es Malick, con sus virtudes y sus defectos, y To the wonder, aunque contenga más de lo segundo que de lo primero, es una película infinitamente superior en calidad a la gran mayoría de productos que se estrenan en las salas comerciales.

To the wonder (Terrence Malick, 2012) 

viernes, 5 de abril de 2013

Sangre fácil



En 1981, un joven Sam Raimi debutó en el largometraje con un filme de serie B rodado con una cámara de 16 mm y un presupuesto de risa: poco más de 300.000 dólares. La película se llamó The Evil Dead, aunque en España se distribuyó como Posesión infernal, y se convirtió muy pronto en un filme de culto, gracias a la extraordinaria imaginación que derrochaba, las escenas gore que la salpicaban y un esplendoroso sentido del humor. Tal fue el éxito de Posesión infernal, que dio lugar a dos secuelas: Terroríficamente muertos y El ejército de las tinieblas, ambas dirigidas también por Raimi.

         32 años después de aquel hito, Raimi trabaja para la Disney (Oz, un mundo de fantasía) y es venerado por las nuevas generaciones de espectadores como director de la trilogía de Spiderman. Pero no reniega de su pasado. En compañía de Bruce Campbell, eterno protagonista de sus filmes de terror gore, ha producido un remake de la película que lo lanzó a la fama: aquella Posesión infernal que hizo renacer el terror sanguinolento para regocijo de los amantes de la salsa de tomate y las sierras eléctricas de broma. Para cerrar el círculo, Raimi y Campbell confiaron el proyecto a un director debutante: el uruguayo Fede Álvarez, cuyos cortos de terror habían seducido a los creadores de la saga.
         La nueva Posesión infernal es un remake hecho con muchos más medios que parte de la base argumental de la original -cinco jóvenes se instalan en una cabaña en el bosque y descubren un libro de conjuros que despierta el espíritu del diablo- y conserva la frescura que caracterizó a los tres filmes de la saga que dirigió Raimi. Contiene una alta dosis de sentido del humor, homenajea a otras cintas del género, entre ellas a la española Rec3: Genesis, y garantiza hora y media de entretenimiento sin excesivas pretensiones, si uno se ríe en vez de abominar de la sangre de mentiras que inunda la historia. Mas, en su factura, se echa de menos la desbordante imaginación que derrochaba la original: la utilización del punto de vista imposible como recurso narrativo o los efectos sonoros como instrumentos para provocar sensaciones contradictorias en el espectador.
         Se agradece, no obstante, que este remake de Posesión infernal mantenga el espíritu gamberro que enarboló como bandera de un género la cinta original, que respete los códigos del cine de bajo presupuesto, pese a contar con más de 15 millones de dólares para su filmación, y que sus escenas más extremas sigan despertando los aplausos y las risas, a partes iguales, entre el público especializado, ese que, cuanta más sangre le salpique desde la pantalla, más se descojona.



Posesión infernal (Fede Álvarez, 2013)

jueves, 28 de marzo de 2013

El crepúsculo de los héroes



El género de acción, que vivió su época dorada entre mediados de la década de los ochenta y comienzos de los noventa, evolucionó posteriormente hacia una "humanización" de sus héroes, antaño inmutables y exentos del más mínimo sentido del humor, que acabaría por relegarlos a la más pura serie B, cuando los justicieros de carne y hueso fueron devorados por los superhéroes provenientes del cómic. Han pasado dos décadas y aquellos que impartieron justicia a base de balaceras y puñetazos se han hecho mayores, sin que, salvo honrosas excepciones como el británico Jason Stahtam, se vislumbren actores que recojan el relevo de los Schwarzenegger, Stallone o Willis para revitalizar el género sin necesidad de enfundarse un traje con poderes sobrenaturales.

         Una bala en la cabeza, regreso a la dirección del veterano Walter Hill diez años después de su último trabajo, abunda en la idea de mostrar a un viejo héroe de acción con sus defectos y sus virtudes. A medio camino entre el cine de acción, en su sentido más estricto, y las películas de compañeros eventuales en lucha por un objetivo común, que tan buenos resultados dio a Hill en filmes como Límite 48 horas y Danko: Calor Rojo, la película nos presenta a un Sylvester Stallone que parece casi una caricatura del personaje que ha repetido hasta la saciedad a lo largo de los últimos 30 años: un tipo duro pero con cierto aspecto de cartón-piedra que, por la habitual preocupación de Walter Hill por el pasado tortuoso de sus personajes, utiliza la ironía con la misma precisión que las armas de fuego.
         Basándose en la novela gráfica homónima de Alexis Nolent, Walter Hill maneja con habilidad los códigos del cine de acción, con un trepidante ritmo que enmienda la debilidad de un guión muy esquemático y la escasa química entre la pareja de protagonistas. Pero las gotas de socarronería que destilan los diálogos, los breves apuntes de denuncia social que trascienden en la trama y la destreza de Hill a la hora de ordenar unos elementos que podrían haber llevado a la película a una absurda ensalada de tiros y mamporros convierten a Una bala en la cabeza en un entretenido y nada pretencioso ejercicio de estilo con el que pasar el rato. Algo que, tal y como están los tiempos para el cine de acción, siempre es de agradecer.

Una bala en la cabeza (Walter Hill, 2013)

La invasión de los ultras-cuerpos



Tras el éxito entre el público juvenil y adolescente de la saga Crepúsculo, llega a nuestras pantallas la adaptación al cine de una nueva novela de la escritora norteamericana Stephenie Meyer que, en esta ocasión, sustituye los vampiros por alienígenas en el trasfondo de una almibarada historia de amor. The host (no confundir con la magnífica película coreana del mismo nombre dirigida por Bong Joon-Ho) parte de un planteamiento que recuerda a The Village of de Damned, la cinta de culto de Wolf Rilla, y a algunos clásicos del cine de serie B de ciencia-ficción, como La invasión de los ultracuerpos. Pero esa impresión inicial se desvanece pronto cuando la trama futurista es arrollada literalmente por una historia de amores imposibles entre las dos vertientes de la protagonista femenina (la humana y la alienígena) y los dos jóvenes guaperas que lideran la resistencia. Un amor tan gelatinoso y cargante que no pasa de tórridos besos y una sensación que parece resucitar las braguetas apretadas de la adolescencia más reprimida.

         Y es que lo peor de The host no es esa pretendida estética glamurosa que intenta recrear paisajes inhóspitos y bellos como si de una revisión cutre del western se tratara, ni la pobreza de recursos para poner en escena un futuro imperfecto, pese a los casi 50 millones de dólares de presupuesto que manejó Andrew Niccol. Lo más preocupante, por el hecho de que es un filme dirigido a un público potencial menor de 20 años, es el insoportable tufo reaccionario que despide un filme en el que el amor carnal se manifiesta por medio de castos besos, las voces en off remiten al sentimiento de culpa y la conciencia cristiana y la sociedad extraterrestre se parece sospechosamente al modelo soviético ya caduco. Una perversión ideológica que recuerda al más rancio cine del franquismo en España o las cintas afines a la paranoica caza de brujas en los Estados Unidos.
         Por eso da cierta vergüenza ajena ver a buenos actores, como William Hurt, Diane Kruger o Frances Fisher, oficiando de secundarios de relleno y a Andrew Niccol, responsable de títulos tan interesantes como Gattaca o Simone, dirigiendo con más recursos pirotécnicos que estilo un filme que no sólo no pasará a la historia, sino que, en unos años, caerá en el olvido incluso de los adolescentes de todo el mundo que ahora lo veneran.



The Host (Andrew Niccol, 2013)
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