lunes, 26 de diciembre de 2011

El fin del silencio


Cuentan los periódicos de la época que los espectadores que acudieron a la primera proyección de cine de la historia, en el Grand Café del Boulevard des Capucines de París, el 28 de diciembre de 1895, se asustaron tanto cuando vieron un tren que les podía atropellar como nos sigue dando mal rollo ver la cara de Jack Nicholson en El resplandor detrás de la puerta de madera que acaba de destrozar con un hacha. Nadie queda vivo de los que acudieron al cine aquel día entre navidad y año nuevo en París, hace casi 116 años, pero sí que quedan testimonios, aunque difusos, de lo que representaba para el público de principios del siglo XX acudir a una sala de cine. El cine era entonces un espectáculo visual, en el que la música, interpretada en directo, tenía un papel más que marginal, en el que el sonido, apagado por un silencio sólo roto por las interpretaciones musicales, hacía gestualizar a los actores hasta convertirlos en mimos virtuales.
Pensad en que los cinéfilos de la época estuvieron 30 años viendo películas mudas, mucho más de lo que dura cualquier pareja en la actualidad, y os daréis cuenta de lo supuso la llegada del sonoro al cine. La voz de los actores, los efectos especiales de sonido o la música eran ingredientes impensables en el espectador del primer cuarto del siglo XX. Cuando apareció todo eso, los códigos cambiaron. Ya no hacía tanta gracia Buster Keaton, ni molaban los duelos de Tom Mix, ni Ramón Novarro era tan agradable con esa vocecita.

De ese momento crucial, el paso del mudo al sonoro habla The artist (Michel Hazanavicius, 2011), con la particularidad de que es una película anacrónica, rodada en blanco y negro en la época del 3D y muda en los tiempos en los que, en las salas de cine, ponen el sonido tan fuerte que hasta los sordos podrían entender lo que se dice sólo por las vibraciones que emiten las butacas. Pero The artist no es una película hecha así de forma gratuita: reproduce, con fidelidad entomológica, los esquemas del cine mudo de mediados de los años veinte, esos melodramas exagerados en gestos cuyas escenas culminantes estaban subrayadas con sinfonías de Mahler o esos filmes de aventuras románticas por los que nos guía el metalenguaje de la historia que se cuenta.
Hacer una película muda y en blanco y negro hoy en día es un reto. O quizás no tanto. El público, en el fondo, agradece las historias maniqueas de éxitos y fracasos paralelos, las tramas de amor forjadas en la casualidad y los finales felices, aunque rompan el encanto del silencio. Y porque el público sigue apreciando eso, The artist, que contiene todos los ingredientes del pastel ñoño al que sólo le falta Meg Ryan vestida para bailar charleston, gusta y encandila. Gusta porque es cine en esencia, nos traslada a un mundo que creíamos más lejano de lo que está y juega con los códigos narrativos de aquel cine para hacerlos propios y mostrarlos hoy, cuando esos códigos parecían muertos.
Después de ver The artist, un buen amigo reflexionaba en twitter sobre el paralelismo entre la situación de los que trabajaban en el cine en aquella época y la que padecemos los periodistas en estos tiempos convulsos. Parte de ello también hay en The artist y, aunque este sea un tema impensable para un blog como el que estáis leyendo, los periodistas tendremos que empezar a aprender a bailar si queremos seguir trabajando en lo que nos gusta.





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