Aunque,
cinematográficamente hablando, creciera de la mano de Lars von Trier, con el
que fundó Dogma 95, Thomas Vinterberg ha apostado en la última década por
alejarse de los postulados del movimiento que inició para alinearse en un
estilo mucho más frío y complejo. Para adentrarse en el territorio que tan bien
explora Michael Haneke. Por fortuna para los valencianos, la obra del cineasta
danés no nos es desconocida, gracias a los esfuerzos de Cinema Jove por haber
rescatado filmes nunca estrenados en salas comerciales en territorio español.
La caza es la culminación de ese
esfuerzo por desligarse de sus dogmas para contar una historia tan difícil,
como la de las acusaciones de pederastia a un hombre en apariencia normal, con
la suficiente distancia como para obligar al espectador a dar siempre el primer
paso. La caza no es una película cruel, pese a que muchas de sus
imágenes lo sean, porque es honesta. Porque detrás de esas imágenes no hay
concesión alguna a la interpretación. A Vinterberg no parece interesarle mucho
el tema de la pederastia, principal motor de la película, y lo utiliza como un
inteligente MacGuffin para retratar, con minuciosidad puntillista, el derrumbe
moral y físico de un hombre acusado de algo que, aparentemente, no ha hecho.
Al lado de esa caída al vacío, el
director danés construye un mundo fascinante. Una comunidad prototipo de lo
políticamente correcto que pasa los días visitando a los vecinos, un pueblo
pequeño de la Dinamarca profunda cuya principal pasión es la caza, un
microteatro de la Europa más civilizada, en donde, salvo excepciones, el
rechazo social se produce de manera lenta, como una tortura china, sin
estridencias ni apaleamientos públicos en la metafórica picota de la plaza del
pueblo. Un modelo de vida que aparece aquí exquisitamente diseccionado en
personajes como el de la directora del jardín de infancia o el padre de la niña
acusadora. Parafraseando a Shakespeare, podría decirse que La caza pone
en la pantalla la famosa frase de Marcelo en Hamlet: "Algo huele a
podrido en Dinamarca", pero Vinterberg hace extensiva esa podredumbre a
toda Europa, a la sociedad occidental en los tiempos actuales. Porque La
caza también es un retrato exhaustivo de la sociedad del miedo en la que
vivimos, ese orden mundial que nos acojona diariamente con anuncios
apocalípticos que nos pronostican un futuro incierto, que nos hacen vivir en el
alambre de la inseguridad, por mucho que nuestros presuntos valores estén firmemente
arraigados.
Y, en ese mundo modelo del estado del
bienestar, los niños son elementos primordiales: la garantía de que esa
supuesta felicidad continuará. Aquí es donde la mirada de Vinterberg hace más
daño, porque recurre al viejo precepto de "los niños saben" del Henry
James de Otra vuelta de tuerca. Los niños, en La caza, saben
mucho y deciden más. Su presencia es tan inquietante como la de sus coetáneos de
La noche del cazador o La cinta blanca porque callan, porque sus
delaciones no son sino la mecha que enciende una bomba de relojería que acaba
por explotar en manos de quien la manipula y su onda expansiva es capaz de
alcanzar a cualquiera.
Un sobresaliente Mads Mikkelsen, premio
al mejor actor en el último festival de Cannes por esta película, se erige en
absoluto protagonista de un filme tan sencillo en apariencia como complejo en
sus múltiples interpretaciones, que no deja indiferente al espectador y que
está llamado a ser una de las grandes cintas del año.
La caza (Thomas Vinterberg, 2012)
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